31 ene 2010

La Primavera


Y sí, parece que verdaderamente es así, que te has ido pensando o diciendo quién sabe qué cosas, barajando ideas que nunca fueron o sueños que vos mismo abandonaste sin animarte a apuñarlos con la derecha. Dejando de lado las migajas de un amor que vivió en vísperas por un lustro que eternamente se había convertido en aliado ineludible de mi errante destino o algo por el estilo.
Hace tanto que no te escucho, o me parece que te escucho apenas; sin embargo nada hizo que se me olvide tu voz de color del nogal en primavera. Supongo que estás bien, o quiero suponerlo. Que tenés una vida digna y que estas cosechando los frutos de las semillas que sembraste durante los años facultativos. Que andas paseando solo, con tu paso acompasado por los muelles y las riveras de ríos que te hacen compañía en noches oscuras que parecen no tener luna, ni menguante ni creciente. Ni de queso ni de verdad. Que el agua refleja el brillo de tus ojos que tanto ame cada otoño. Hasta el otoño en el que no supe de vos, ni supe porque me habías dejado ir como al agua o como al humo. Porque te habías ido diciendo o pensando quien sabe que cosas, renunciando a lo que sabias que era mas que tuyo porque ni en los sueños te había abandonado.
Ahora estas ahí, respirando no tan buenos aires de una ciudad que no te da tregua. Como cuando la lluvia arrasa con las aceras y nos deja la cara empapada y nos deja llorar sin que nadie se de cuenta. Un llanto estúpido que dura más de lo que debiera, solo porque no hay relojes a tiempo cuando practicamos la nostalgia. Y lo peor es que el llanto a veces no se esfuma y perdura hasta la hora de leer el diario matutino y enterarnos de las noticias de los que se han ahogado de veras. Como cuando el viento le falta el respeto a las ramas de los árboles que te dan la bienvenida en cada tarde que despeja.
Merecerías quizás alguien que no te piense tanto en vano. Alguien que no se destroce los ojos del desvelo cuando el insomnio le juega malas cartas en noches que no parecen terminar. Quizás, merecerías alguien impaciente, alguien insaciable, alguien insensible. Pero estos dedos míos han vuelto a reclamarte y te han sentido con el tacto una y mil veces, como la mas pura verdad. Con el mas sincero orgullo de haber soportado la soledad. Inagotables terrenos me han visto regar las flores que conservé por largo tiempo para poderte regalar. Pero quizás, merecerías alguien que ni siquiera se haya dedicado a mojar la tierra en cada mañana. O en todo lugar. Siempre quise decorar tu departamento con flores que jamás viste crecer. Nunca sabrás lo hermoso que huelen los jazmines que cada verano sé plantar. Porque ya ves, escojo el silencio y prefiero no pronunciar una palabra más. Encendería un cigarrillo ahora, si fumase, y te escucharía hablar, o quejarte del calor sofocante (con razón) mientras me voy quedando dormida entre esos, tus brazos que nunca pude abrazar. Me quedo dormida entre sueños sin empezar, arrullada en sensaciones que me vuelven a empapar de lluvia y me vuelven a empañar la cara y los parpados que, insensatos, me cobran cuotas elevadas de realidad.
Me despierto y te vuelvo a encontrar enojado, y con un cansancio amargo que no logro hacerte mitigar. Aunque trato de despejar todas las mañanas las cosas que sé que no necesitás, seguís con tu sonrisa apagada y tu mirada melancólica que jamás se te retira del aspecto nostálgico y de tu postura de efímera esperanza. Creo que si no fuera otra vez por tus falsas conjeturas, te admitiría otra vez tan precioso como el mar. Estaría contemplándote hasta verte dormido, respetando tu silencio y besando tu mirar.
En la penumbra anaranjada del amanecer es casi imposible no tentarse con el deseo de tocarte otra vez y delirar con el sabor dulce de pasar mi mano por tu espalda libre y por tu hombro que se estremece a la vez que me rechaza muy a mi pesar.
Quizás duermas tapado con un acolchado a cuadros multicolores como ese que aquel octubre nos supo cubrir de la soledad.
Como si hubiera diferencia.

Como si fuera mentira la verdad.

Nos engañaron con la primavera.

Wainting in vain


(...)
Esperé que aparecieras diciéndome algo más que el sólo hecho de saber que aún cada tanto me recordabas. Esperé que vinieras con tu mirada reservada, con tu campera verde militar y tus manos protectoras, con tus ojos marrones hermosos y tu remera rayada. Pero el silencio inundó todo, llevándose para siempre los árboles, las máquinas de escribir, mis cartas, mis dibujos y mis pulseras cosidas. Llevándose hasta los amuletos que nunca tuve y la suerte en la que nunca creí. Las fotos que no puedo terminar de ver y las noches de bares en los que sin sed, bebí. Mis ganas de esperarte sin que si quiera aparezcas por años. El silencio que ineludiblemente se llevó para siempre la niña de la enorme sonrisa roja que fui una vez. Una vez fui una niña de una enorme sonrisa roja, las amigas de mi abuela lo decían cada vez que me veían de su mano, llevándole su bolsa de red, llena de las verduras del domingo.

Ésta es la ley




Éste es el mar, aquí está el reflejo
de todo eso que hoy llega a conectar
cada luz, cada rayo que al nacer
se convierte en un espejo.

Es curioso cómo puede, el alba
volver a insuflarnos la vida,
esta que por irremediablemente jodida
nos perfora a huecos el alma.

Es la primera y única brisa
la que nos devolverá la alegría,
junto a esa pequeña cuota de valentía
de caminar por la cornisa.

Con el corazón boxeado
por los ruidos, los delirios;
por la cruz que significó el martirio
de jamás regresar a los tiempos dorados.

Pero he aquí la oportunidad
de tener el corazón vivo,
de no haber perdido ese brillo exclusivo
que irradian nuestras almas en libertad.

Hoy son las flores, las canciones
las que conducen nuestro navío
dejando atrás el hastío
para aliarnos a las emociones:
un verso, una poesía;
el ocaso anaranjado,
o el valioso delirio improvisado
al que nos transportan las melodías.

Ésta es la ley, la misión de las lunas plateadas;
la fórmula casi mágica, el licor del olvido,
el fabuloso ritmo de sentir por dentro los latidos
al dar la bienvenida a cada madrugada…

No es una copa, ni un amuleto ni una medalla;
es haberse atrevido a soñar
sin haber renunciado al naufragio de brillar
a pesar de haber perdido la batalla.

Ésta es la ley, aquí está la verdad,
es ésta la cuna de los pensamientos;
es la chance que aún nos da el viento
de creer en soledad.

Rayuela


Desde que ya no arrastro la cantina hasta la cama
y los venenos ya no me envenenan;
sin oír los ruidos de rotas cadenas,
desde que no cierro tantos malos tratos
ni dejo lágrimas amargas en la almohada;
desde que no soy aquella que tanto amaba
y aprendió a bancar la desesperanza,

invierto sueños en rosarios de madera,
en collares y pulseras, en coloridas tobilleras,
en aferrarme al sol, a los árboles y a las estrellas,
para dejar afuera los miedos y las tristezas
y así se vayan a ningún sitio siempre.
Más allá de las estaciones, de los que no duermen y
de los que duermen afuera,
más allá de lo que me sirva de consuelo,
más allá de la propia moraleja…
Devuelvo mis ensayos a las cajas mágicas,
donde viven intactos, sin promesas
en un sitio sin espacio, que no duele;
algo así como más que un escondite;
un refugio, una espada, una bandera.

Aquí estoy, una noche más parada en la cornisa
y en los vértices que tengo en la memoria,
en los reflejos y en mi cabeza,
y es así que a veces, sólo a veces
puedo jugar otra vez a la rayuela
y sentir otra vez que hay una salida en el cielo
y volver a tirar la piedra.

Zapato Azul


Para cuando cae la noche ella toma su bolsa de red, que aunque no le baste para cargar todo lo que quiera, la acompaña por donde quiera que va.
Su bolsa de red es roja. Como una flor que lleva puesta donde finaliza la trenza que día a día aprende a hilarse con esfuerzo, haciendo mil intentos por lograr coserla sólidamente, aunque no lo consiga y su melena siempre mantenga la soltura como una cortina que pueda flamear con la mínima brisa que traspase la ventana de su habitación, en las primeras horas en donde el sueño indefectiblemente huye por la fuerza.
Su habitación es blanca. Sin espejos. Si los reflejos no son necesarios. Aquí no. Aquí solo basta con que el sol pueda filtrar por la ventana todas las mañanas, como queriéndose calar entre las persianas que semi abiertas le dan permiso con disimulo a los primeros rayos de una verano que llegó con ventaja, depositando sus primeros brazos sobre un saco azul que pende del respaldas de una silla que acompaña día y noche cargando esas prendas a las que uno va descartando a cara o cruz, con cada nueva mañana por sobrellevar con la mayor entereza.
Y cada nueva mañana ríe con ella. Y la sonrisa parece de una de esas doncellas que cada día renace como las flores en plena primavera.
Y las flores de aquél jardín eran azules. Azules como el mar cuando para nadar no da tregua.
Y su par de zapatos también es azul. Tacos chinos que dejan libres los primeros dedos, como queriendo saludar a cada calle, cada mundo y cada acera. Cada semáforo, cada esquina y cada diagonal por más corta que fuera. Sus zapatos azules a quienes tanto les exigió cuando llegó por fin la primavera. Sus zapatos azules, azules como el cielo cuando llueve o como la franja del horizonte cuando el sol –otra noche más- a descansar se acuesta.
Zapatos azules. Azules como los ojos del muchacho que nunca vio y como la blusa que nunca lucio. Azules como los espectros que ella puede llegar a divisar en los primeros parpadeos cuando despeja todas las mañanas, las cosas que no necesita para dar lugar de lleno por completo a la rutina, a quien no le teme porque ella, siempre ella, es valiente hasta en la peor de las trincheras.
Zapatos azules. Los que la acompañaron hasta el centro de una ciudad que ardía como una caldera. En una primavera que aún no moría jugando una batalla importante con un verano que amenazaba con sorpresas.
Zapatos azules. Fieles al paso acompasado en su trayecto hacia la mesa, o hasta algún teclado alrededor de su bohemia compañera que siempre sonriente, la espera.
Zapatos azules. Azules como alguno de sus pantalones vaqueros o quizás como los acordes que nacen y mueren, como el ocaso, luego de cada melodía improvisada, las que están siempre y todas y cada una de las que aún no llegan.
Zapatos azules. Que la acompañaron esa tarde, paso a paso, mientras el diluvio los corroía poco a poco, gota a gota, pestaña a pestaña, fiesta a fiesta. Hasta separarlos infinitamente la corriente ineludible, la que arrastró llevándose consigo para siempre una mitad que naufraga quién sabe ahora por qué veredas.
Zapato azul. Que subió por última vez cada escalón en una tarde mojada de primavera. Bolsas de plástico en su mano izquierda y un paraguas empapado pendiendo de su derecha. Y su imagen abriendo la puerta de su departamento aparentando una postura falsamente renga pero –lo más importante- verdaderamente auténtica. Como gesticulando la picardía del niño que encuentra un tesoro enterrado en su propio jardín, jugando con tierra.

Me pregunto a dónde te habrá conducido tu naufragio, zapato azul. Hoy no estás ni con ella, ni con la mitad de la que no pudiste despedirte siquiera. Porque el agua te llevó para siempre, llevándose también todas las tristezas que aplastó tu suela y regalando una avalancha de risas en un llamado que pareció no terminar jamás; quizás por lo increíble de tu destino; tal vez por la noche que estaba tocándonos la puerta, con armónicas meciéndose sobre lunas plateadas y guitarras reflejadas en caras morenas.

Zapato azul. Cuánta verdad hay en ésta, tu mejor odisea: el legado de que la vida te lleva en el momento menos pensado por la corriente que te arrastra hacia un nuevo puerto, con quién sabe qué sorpresas.

Atesorable moraleja.